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Mi chica del Facebook

Por: Julián Rodriguez.

Miércoles. 2 de noviembre. 2011. Estoy acomodado en un asiento del bus que va a Lima. El chofer acaba de encender el motor y ya estamos en marcha. Calculo que en dos horas estaré en la capital. Son las tres de la tarde. A las 5:30 p.m. me encontraré con Sofía. Hemos acordado vernos en el restaurante Atlantic, frente ala Plaza Mayor.Primero degustaremos un cafecito (quizá un capuchino, me dijo que le encantaba), luego caminaremos un rato, entraremos al cine, y de esa forma nos iremos conociendo más.

Estoy emocionado porque es la primera vez que la veré en persona. Ya que sólo la conozco vía internet, poco más de año y medio.

Recuerdo todavía esa hermosa tarde cuando, a través de mi Smartphone, entré al Facebook y apareció ante mi vista un mensaje que decía: “Sofía quiere ser tu amiga”. Debajo se mostraba dos opciones: “CONFIRMAR” y “AHORA NO”.

A primera impresión su nombre despertó en mí una deliciosa curiosidad. El nombre Sofía siempre ha sido de mi agrado. Sofía, sabiduría. Qué nombre tan bello para una dama. Será también por eso que intuí que detrás de ese nombre había una hermosa mujer, pues en la Nokia E5, en el Facebook, no aparece el rostro de la persona que quiere formar parte del círculo de tus amigos. Así que hice clic sobre el nombre para ver el perfil y algunas fotos de aquella mujer que quería ser mi amiga virtual. No me equivoqué: en el perfil de Sofía López se mostraba la foto de una linda jovencita. Tendría unos veinticinco años aproximadamente. Quizá un poco más, quizá un poco menos. No lo sé. En el Facebook pocas veces las mujeres, en especial las mayores, dejan activada la opción de ver sus fechas de nacimiento.

En fin, como decía, en la foto la tal Sofía se veía linda. De cabellos rizados. Ojos negros. Rostro marcadamente latino, de piel canela. Cuerpo sinuoso. Cintura apretada. Bonitas piernas. Es decir, todo en ella era hermoso. Se la veía sentada en un confortable sofá de cuero marrón que contrastaba con la ropa que llevaba puesta: un polito blanco ceñido a su cuerpo de diosa y un pantalón vaquero celeste que se ajustaba febrilmente a su esbelta figura. Y calzaba botas de cuero marrón que hacía juego con el mueble.

¡Ay, Sofía, Sofía, qué bella eres!, exclamé aquella vez, y sin pensarlo dos veces presioné con entusiasmo el pequeño botón de mi smartphone e hice clic en “CONFIRMAR”. Es decir, la acepté como amiga. Segundos después comenté su foto del perfil con una frase muy sosa, cursi, pero sutil a la vez: “Sofía, eres la chica más linda que he visto en el Facebook. Saludos”.

¿Sofía, eres la chica más linda del Facebook? ¿Qué era eso? Esa frase la podría haber escrito cualquier otra persona, pero yo, como escritor, debí haber escrito algo más elaborado, poético o qué sé yo. Sin embargo, escribí solo eso.

Ella tardó dos días en responder mi comentario. Dos angustiosos días para mí, que esperé con ansias una respuesta suya. Pero la espera valió la pena. La jovencita de cuerpo exuberante respondió así mi comentario: “Graxias amio. Besitos. Tamos en xtcto”.

Su respuesta, por la manera de cómo escribió, me causó mucha gracia y robó a mi rostro una sonrisa. Era de esperarse, todavía era una muchachita y estaba con toda esa onda del idioma del Facebook, alguien que como yo, quien ya pasó la barrera de los treinta, poco o nada sé de ese nuevo ciberlenguaje.

Ah, me olvidaba en decir que no sólo yo había comentado sus fotos, sino un considerable número de sus amigos virtuales. Lo más curioso era que muchos de ellos tenían apellidos divertidos —y a la vez sugestivos—, entre los que puedo mencionar: Renzo Cacho, Juan Concha, Julio Bocanegra, Joseph Inga. Algunos agregaban a sus nombres apellidos inventados, por ejemplo: Jorge Te Hace Un Hijo, Oscar El Salvaje, entre otros.

Y justamente eran ellos, que —haciendo honor a sus apellidos, creo—comentaban las fotos de mi nueva amiga de una forma burda e incluso lindando con la falta de respeto. Por ejemplo, Renzo Cacho comentaba: “Sofía tas rica mamaxita yamame. my selu es969696969”. Juan Concha escribió: “Ta ke tal cuerpaaaaso. Kyero verte”. Joseph Inga agregó: “Me gustas muxo. Kyero ke seas mya. Te deseo. Tas rika”. Pero el más avezado de todos ellos era Jorge Te Hace Un Hijo, que osadamente escribió: “Amorciiiitooo. Tas como me lo recomendó el doctor. Ay que vernos. Te invito al hostal El Ampay. Keda x PRO. Tu diras. Te hago un hijo o no??????”.


Claro que también había otros que vertían comentarios patéticos, como por ejemplo Juan Inocencio, quien rogaba. “Sofía, por la foto se nota que eres una chica sincera y de buenos sentimientos. Escríbeme. Estoy solo. Mi enamorada me dejó por otro. Estoy deprimido. Necesito compañía. ¡Necesito amor! Mi correo es juaninocencio_28@hotmail.com”.

¿Acaso por medio de una foto alguien puede advertir que una persona tenga o no buenos sentimientos? No hay duda de que en el Facebook existe un monto de gente que escribe tonterías. Sin embargo, algo que noté fue que Sofía nunca había respondido a ninguno de esos comentarios, solo el mío. Y eso era bueno. ¡Muy bueno! Claro que tampoco había eliminado dichos comentarios. Algo que no entendí por qué. Quizás no sabía cómo hacerlo —aunque lo dudo— o quién sabe qué.

Aquella fue la única vez que comenté una foto suya. Decidí, más bien, escribirle mensajes. Pues llegué a la conclusión de que mi comentario, a lado de los otros, parecía una rosa entre cardos y espinas. Aunque en realidad, más se parecía a una rosa entre pistolas.

Y le escribí no una, sino mucha veces. Sin embargo, no voy a contar los detalles de cómo fue que iniciamos una linda amistad y luego un romance virtual, porque esto no es un cuento, menos una novela. Solo un montón de frases que a lo mucho se acercan a una crónica o a un artículo. De modo tal que esos detalles los dejo a su imaginación.

Sólo voy a contarles que, cuatro meses después de que empezamos a escribirnos, intercambiar fotos y enviarnos mails, ella me propuso vernos. Algo que en ese tiempo me era difícil complacer, pues había un detalle que no le había dado a conocer a Sofía. No le dije que en todo ese tiempo en que estuvimos escribiéndonos, incluso meses antes, yo me encontraba postrado en cama tras una delicada operación. Que no podía sentarme ni caminar, y que quizá nunca lo haría. Tampoco le dije que me conectaba al Facebook a través de mi celular, una Nokia E5, y no de una PC.

Pero ante la insistencia de Sofía de conocernos en persona, no tuve más remedio que contarle la verdad. Le dije lo que me había ocurrido, con lujos y detalles. Ella, desde luego, no me creyó. Pensó que no quería verla, y que en todo este tiempo había estado jugando con sus sentimientos. Pensó que todavía seguía casado (le había comentado de que era separado) y que, aún más, tenía hijos.

Yo le dije que no le había puesto al tanto sobre mi salud porque no quería infundirle pena ni lástima. Tuve que ser muy convincente para que ella me creyera. Al final lo hizo. Es más, quiso venir a mi casa, desde Lima, a visitarme. Yo me negué. Le dije que no. Que no quería que me viera así. No sé cómo pero un día me levantaría de esta maldita cama y que cuando estuviera recuperado, recién nos veríamos. Ella aceptó. Con remilgos, pero aceptó.

A pesar de todo eso, intuí que en el fondo Sofía seguía creyendo que mi enfermedad era una mentira. No obstante, continuamos con nuestra amistad vía Facebook. Ella conectada desde su laptop; y yo, desde mi Smartphone. Desde mi casa. Desde mi cama.

Fue por esos días que un amigo de Lima, líder de una banda de rock, propició un concierto a favor de mi salud resquebrajada. Ella, al enterarse de eso, me escribió lo siguiente: “Perdóname por no haberte creído completamente sobre tu salud —ya había mejorado su lenguaje—. Solo espero que Dios te bendiga y te sanes pronto para vernos. Te kiero muxooo… —volvió a su lenguaje habitual que usa en la red social—. Solo pienso en ti. Quisiera ir a verte, pero respeto tu decisión y sé que un día nos veremos. Le rezare a la virgencita por ti. Besos”.

Sus rezos, los de mi madre, los de mi familia y los míos, surtieron efecto, creo yo, más que las terapias y las propias medicinas, pues ocho meses después de estar postrado en cama, poco a poco, contra todo pronóstico, comencé a caminar. Lentamente al principio, apoyado en un bastón. Después ya sin él.

En los momentos en que escribo estas líneas, todavía tengo dolores, pero no tantos como antes, sino, más bien, tolerables. Y han pasado ya poco más de tres meses que me he recuperado casi en un 70%. Así que después de conocernos por casi un año y haber iniciado un romance virtual, ya estoy listo y he aceptado la propuesta de Sofía: conocernos en persona.

Y aquí estoy, acomodado en un asiento del bus que va a Lima. Estamos entrando a Pasamayo. Por el lado derecho diviso las místicas construcciones de los Krishnas, situadas al lado de la playa de Chacraymar, donde las olas golpetean con ímpetu las grises rocas y algunas gaviotas sobrevuelan alegremente el mar del Grau heroico y glorioso.

Al ver las ondulantes olas, pienso en las curvas de Sofía. Hermosa  ella. Radiante, esbelta, de cuerpo exuberante y que, dentro de pocas horas, la veré en persona. Disfrutaré de su presencia, de su compañía y quién sabe, por qué no, al llegar la noche ella podría ser mía. Completamente mía.

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